El espíritu de la trilogía original se difumina con cada nueva entrega de la epopeya Skywalker. Tan
sólo algunos homenajes escénicos hacen que uno recupere la sonrisa y se le
erice el bello entre tanto fuego de artificio, ser de merchandising, y la
profundidad argumental y filosófica mínima.
Disney crea joyas audiovisuales que pervierte en pos del llavero, del peluche, del Funko
Pop de turno. Y eso, que es una consecuencia de la lógica del Mercado tras
crear una buena obra -nada nuevo- aquí se convierte en razón y genética de una
cinta que si bien es verdad que nació como puro espectáculo, también es cierto
que aportó toda una mitología y un ideario cultural transversal que lo ha
sostenido en la memoria de una generación tras otra desde aquel lejano 1977.
Sigo sin ver a Rey, Finn y Kylo como protagonistas de una saga con tanta solera y poso
cultural e imaginario. Supongo que sus nuevos protagonistas son héroes y
villanos fruto del devenir de los tiempos y del efecto perverso del capital que
nos vuelve locos con todas sus maravillas y sus miserias unidas en el mismo
fotograma.
Y es que el coste de la resurrección quizá sea la pérdida del alma: zorros de diamante y otros
seres que harrypotterizan un universo al que no le pegan nada las varitas,
lugares extravagantes que no terminan de encajar en el firmamento Lucas, y
demasiados "Cariño, he agrandado la Estrella de la Muerte y de paso todo
esto, mira". Quizá sean detalles, sí, pero es que de detalles se llenan y
hacen las grandes obras.
Dicho esto, hay que decir que Luke está muy bien, y que gasta su última bala, tanto tiempo
guardada, de una forma muy honrosa, divertida, grave, contradictoria, temerosa,
heroica y casi bella.
Y esta quizá sea la mayor virtud de Los Últimos Jedi: recordarnos que Luke, de alguna manera,
sigue siendo ese chaval lleno de sueños de aquel planeta árido, cálido, y muy
muy lejano.
Los Últimos Jedi son Luke y Leia. Luke es la leyenda. El recuerdo. Leia es la nostalgia. La
Fuerza.